12 uvas para 2021
El año más exótico de mi vida
se ha marchado en un parpadeo. Me hago mayor y el tiempo pasa más rápido de lo
que esperaba. Va en un cohete y no coge atascos. No recuerdo en qué momento
empecé a arrancar hojas del calendario. Quizá lo hice en marzo, cuando nuestra
vida cambió para siempre. Me siento por costumbre ante el ordenador con el fin
de ordenar miles de ideas que resuman un año que, más allá de lo evidente, no
me ha parecido malo. Tampoco lo calificaría como bueno. Escribo por sexto año
consecutivo sobre mis recuerdos del año que se acaba de escapar.
Nunca olvidaremos lo ocurrido
en 2020.
Pero antes, toca dejar
constancia de lo que ha ocurrido.
Después de un lustro con un
acogedor apartamento en la universidad, antes de que llegara la reputada
pandemia decidí tomarme un descanso en mi formación. Con el grado en Periodismo
ya en la maleta, el pasado curso añadí a mi mayor pasión una especialización en
Gabinetes de Comunicación y Redes Sociales. Fue la forma de complementar la
carrera que ya tenía con otra parte más del puzle en el que apoyo mi futuro
laboral. Pero, meses después, no tenía la energía suficiente para iniciar un
nuevo reto y necesitaba parar. Tenía que recargar fuerzas ante el evidente
desgaste provocado por años de duro trabajo. Una tregua antes de futuras
tormentas.
La vida laboral me ha dado
más alegrías que decepciones. La impredecible moneda del trabajo, cara o cruz
según convenga, me ha sonreído en el año más complicado. He sumado una amplia
experiencia a mi currículum con dos fructíferas etapas. Si en febrero agoté mi
periodo de prácticas en la Biblioteca Nacional de España, en marzo me embarqué
en mi primera experiencia en una agencia de comunicación. Ayudado por la
recomendación de un buen amigo, me adentré en un terreno desconocido con la
intención de aprender y sumar más herramientas a mi sólido equipaje. Ahora,
diez meses después, mantengo mi puesto sin saber cuándo acabará este viaje.
Siento que mi colchón laboral
es aceptable para mi edad, pero todavía insuficiente y escaso para afrontar con
garantías un futuro no muy lejano. Rodeados de incógnitas y problemas ya antes
de la pandemia, los jóvenes hemos tropezado con otra piedra más con la llegada
del virus. Acosados por la precariedad y los contratos temporales no conocemos
la palabra estabilidad. Solo vemos la sombra de su temido antónimo. Malvivimos
en la incertidumbre sin la autonomía suficiente para volar lejos del abrigo
familiar. Sin sueños, sin confianza y sin apenas oportunidades.
Sin la tranquilidad necesaria
para crecer con el paso del tiempo.
Anotado todo lo relacionado
con la comunicación, toca mirar hacia otro proyecto que recuerdo con una
sonrisa a pesar de las dificultades. En agosto de 2019 comencé a escribir en
MENzig una peculiar sección con mis 10 reflexiones de cada jornada de LaLiga.
Pero, como con todo, el conocido virus obligó a parar el balón y el sonido de
las teclas. De vuelta en junio, pude completar mi propósito apoyado por un
tocayo y amigo más que jefe. 380 reflexiones para demostrar con palabras mi
conocimiento y pasión por el fútbol, un negocio que mantiene los tornos
bloqueados sin querer dejar atrás el daño de la agotadora polémica. Siento un
profundo y creciente desencanto hacia algo que me encanta, pero que cada día
aguanto menos.
El fútbol ya no es fútbol.
Otro de mis proyectos vitales
se enmarca en la prevención del suicidio, un problema casi desconocido para la
sociedad. Con cifras que hieren solo con nombrarlas (más de 3.000 personas se
suicidan cada año en España, siempre según cifras oficiales), la clase política
mantiene el pasotismo y continúa sin querer actuar de verdad. Vidas perdidas y
lágrimas entre el silencio. Promesas incumplidas sin consecuencias. A la espera
del primer Plan Nacional de Prevención del Suicidio, pasan los años sin que el
interés se manifieste con certezas entre la administración.
Excusas que esconden la
ausencia del querer.
En el plano personal, la llegada de la pandemia me ha impedido repetir la agradable experiencia de los talleres formativos sobre el tratamiento del suicidio a estudiantes de cuarto de Periodismo de la Universidad Complutense de Madrid. Acompañado de la psicóloga sanitaria Aminta Pedrosa, impartimos una doble sesión en 2019, pero la mala suerte y el virus cancelaron tres talleres más dos días antes de saber qué era eso del estado de alarma. Pero antes, en febrero, pude hablar de la relación entre el suicidio, los medios de comunicación y las redes sociales en un evento organizado por la asociación La Barandilla.
Otro alegre recuerdo que guardaré de 2020 es mi crecimiento como voz autorizada en la prevención del suicidio. De la mano de la maravillosa asociación Papageno, he seguido aprendiendo rodeado de fantásticos profesionales y aportando mi sabiduría con análisis sobre el Manual de Recomendaciones para periodistas del Ministerio de Sanidad o con un estudio sobre el tratamiento del suicidio de Rosario Porto. Piezas que me han abierto las puertas para coordinar, desde dentro, el proyecto Periodismo Responsable, un servicio que busca asesorar y ayudar a los periodistas a hablar bien del suicidio. Una tarea difícil con un único objetivo: salvar vidas.
El año más extraño de mi vida
ha terminado sin escapar de la calurosa e impaciente Madrid. Un verano sin
viajes, risas en estado sobrio o crema solar, solo alterado por una visita tan
agradable como inesperada. No he pisado la isla de Gran Canaria por primera vez
en más de una década, una marcada ausencia en la que he echado de menos el
paseo por Las Canteras, la playa de mi vida y en la que deseo establecer mi
residencia cuando las circunstancias lo permitan. Es la vida que deseo, sin que
la prisa me persiga, en la tranquilidad de un entorno único e irrepetible.
No he tropezado con el amor pero sí he sido seducido por un deporte maravilloso. El snooker, la categoría profesional del billar, es mi descubrimiento del 2020. En el mes de agosto, entre cita y cita con mi padre, quedé prendado de un tapete verde con 15 bolas rojas y seis bolas de color. Un amor de verano con el que he creado una relación estable aprendiendo sus peculiares reglas o siguiendo el campeonato. Un deporte que, a partir de un evidente talento, combina la inteligencia, la paciencia y la precisión con la siempre necesaria pizca de suerte.
La música, siempre imprescindible, me ha regalado magníficos momentos en 2020. En solitario o en buena compañía. Es como Rexona: no te abandona. Sin conciertos en los que dejarme la garganta, he descubierto artistas de aúpa con mi peculiar radar musical. Aquí destaca el poderío de Vertical Horizon, la conexión con Lady Antebellum o el talento de Kyle Cook. No olvido, por supuesto, lo nuevo de Poets of the Fall, Lydia Loveless o Michaela Anne. Mil y un recursos para disfrutar del mejor acompañante posible. La vida sin música es menos vida.
Retomo la escritura para
dejar constancia de uno de mis mejores recuerdos del año. En marzo, confinado
como todos en casa y con más tiempo para inventar, inauguré una sección
titulada Incertidumbre en este mismo
espacio. Cuatro breves meses de pura reflexión sobre aplausos olvidados,
culpables de todo tipo, expectativas irreales o cifras de ficción. Sobre paseos
con preocupaciones y protección, miles de carreras por cualquier cosa y
deseados reencuentros. Trece largas reflexiones para tratar de comprender la
vida en la insólita y no nueva normalidad.
El coronavirus se ha
convertido en la única enfermedad conocida. El monotema que domina nuestros
sueños. Ya no existen los cánceres, los tumores, los accidentes de tráfico o
los suicidios. Parece que solo se muere por una sola causa. Es mentira. La
indiscutible simplificación hace que el resto de enfermedades pasen
desapercibidas. Datos, datos y más datos que no cuentan toda la verdad.
Operaciones canceladas y muertes olvidadas. Duelos marcados antes de arrancar.
Ataúdes sin cámaras que no tienen la despedida que merecen. Consecuencias para
toda la vida.
2020 quedará registrado en
nuestra memoria como el año del coronavirus. Pero ese no será el único número
que guardaremos con un asterisco. La alargada sombra de la incertidumbre cubre
el cielo sin dejarnos ver qué vendrá después. La oscuridad es nuestro peor
enemigo. Un temible rival que nos ha quitado todo, hasta la ilusión. Las
inocentes cifras de contagios y de muertes nos han acompañado en cada
telediario, en solitario y sin el contexto suficiente. El periodismo, pilar
fundamental en cualquier circunstancia, no ha estado a la altura en su batalla
decisiva.
Hay una ilusión desorbitada
por cambiar de año y al final todo se reduce a alterar un día el calendario. Un
racimo de uvas y una noche para trasnochar. Un abrazo sin el jolgorio de la
Puerta del Sol de fondo. Besos que alejan el miedo. 2021 parece tener mejor
pinta que 2020, pero no hay que elevar en exceso las expectativas. Ellas son
las aliadas desleales de nuestra vida. Una simple vacuna no traerá el deseado
fin de la incertidumbre. La obligatoriedad escondida detrás de la cordial
voluntariedad. Los cocodrilos con forma de ambulancia no van a desaparecer de
un día para otro. Seguirán ahí como los problemas de salud mental, los negocios
cerrados, el miedo a quedarse sin trabajo con ahorros limitados, la
precariedad, la corrupción, la vida y la muerte. Que las expectativas no
superen la realidad.
2021 puede ser peor que 2020.
El nuevo año se presenta
repleto de incógnitas en todos los sentidos. Conservar la salud parece ahora lo
más importante. No quiero bajas, solo mantener lo que antes tenía. El dinero y
el amor han quedado en un segundo plano. Quiero viajar, reír y disfrutar de la
vida, quiero ser feliz sin cuerdas ni restricciones, quiero fundar nuevas
amistades y recuperar otras venidas a menos. Reconquistar las costumbres que
nos han quitado. No vamos a salir mejores: con salir ya nos conformamos. Mi
objetivo es simple: no cambiar, seguir siendo el mismo, con mis virtudes y con
mis defectos.
Feliz 2021 a los que están, a
los que no están y a los que no quieren que estemos.
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