Momentos: Costumbres
“La costumbre amortigua la sensibilidad”. Podría
ser la frase perfecta para mi inexistente perfil de Instagram o una conocida
expresión de Paulo Coelho. Pero no es nada de eso. Esa frase, tan magnífica
como verdadera, se la escuché por primera vez a José Carlos García Fajardo, periodista,
profesor emérito de la Complutense y uno de mis referentes en esta profesión.
Él la toma de Kant, filósofo conocido por todos y odiado cuando llega la Selectividad.
Pero no he escrito esto por él. Escribo esto como una reflexión personal sobre
las costumbres.
Las personas que me conocen saben
que soy un chico de costumbres. Guardo el móvil en el bolsillo izquierdo y las
llaves en el bolsillo derecho. La cartera, que hasta hace no mucho se quedaba
en casa cogiendo polvo, ahora acompaña a las llaves. Cuando voy a la
universidad (cada vez menos) me subo en el quinto vagón del tren. Cuando
vuelvo, prefiero el segundo. Siempre, si es posible, cerca de la salida con el
objetivo de ahorrar tiempo, ese que valoro menos de lo que debería.
A veces me tomo la vida como una
carrera.
Cuando voy a clase suelo sentarme
en las primeras filas, para estar cerca de la pizarra y del proyector, ese que
le ha robado protagonismo a las tizas en la última década. Sin moverme en
exceso de las aulas, siempre he preferido estudiar en silencio. Pienso, con
cierto recelo, en aquellos que estudian escoltados por la música, como si en el
examen les fueran a preguntar por la última canción de Maluma. O mejor, por el
último éxito de Don Patricio. Lo siento, profesor. No responderé a esa pregunta
lejos de una discoteca.
Y allí, entre un baile y la
vergüenza, no puede faltar el ron con Coca-Cola.
Recuerdo que hace varios años, en
mis numerosos viajes en el desacreditado transporte público, llevaba a la
música como única compañía. Pero, sobre todo en el último curso, sustituí esa
costumbre por algún que otro libro relacionado con mi Trabajo Fin de Grado.
También influyen los cascos, ese delgado artilugio que destaca por su
sensibilidad. Creo que me falta memoria para contar el número de auriculares
que he roto por mi falta de delicadeza. Y los que tengo ahora se escuchan cada
día peor. Es genial.
Siguiendo con la música, tengo la
costumbre de escuchar y escuchar a un grupo hasta que descubro a otro. Me pasó hace
años con MatchBox Twenty o con Poets of the Fall, hace no tantos con Sam Outlaw
o hace uno con la inimitable Lydia Loveless. Lo mismo ha ocurrido hace no mucho
cuando recordé que me encanta Rod Stewart. Es una etapa de la que no puedo
escapar. Escucho a un artista durante semanas y me olvidó del resto como si no
existieran. Hasta que me doy cuenta de que no puedo vivir sin ellos.
Ahora quiero dejar a un lado a mi
persona y aludir a la figura imprescindible de mi abuelo. Habitual comprador
del ‘Diario AS’ al menos durante una década, este verano ha dejado de comprar
ese periódico que visitaba nuestra casa todos los domingos. Preguntado por el
motivo, me dijo que no lo compraba porque en verano no había partidos de liga.
Pero ahora, pasado el otoño e iniciado
el invierno, continúa sin acudir al quiosco.
Costumbres que se pierden sin saber muy bien por qué, y que ya son difíciles de rescatar.
En mi adolescencia y cada dos fines
de semana me veía con mi padre para pasar unas horas juntos. Nada más subirme al
coche, tenía preparado el bolígrafo para rellenar, con conocimiento o no, un
nuevo boleto de La Quiniela. La primera columna era la suya y la segunda
columna era la mía. Como cuando cortas el pan y sabes que el coscurro no te
corresponde a ti. A pesar de alguna mínima recompensa, nunca nos tocó el
suficiente premio para retirarnos y perdimos la costumbre. Ahora sólo buscamos
la ilusión de dejar de echarlas con los partidos de Champions.
Hasta que nos toque, quizá. O hasta
que perdamos la costumbre.
Otra costumbre que me fascina es la
de responder automáticamente “bien” cuando nos preguntan qué tal. Quizá es
porque esa respuesta es la más fácil, sencilla, corta, no deja lugar a otra
porque después de decir “bien” sueltas un ¿y tú? Influye esa dificultad que, en
general, tenemos para mostrar nuestros sentimientos incluso a nuestro círculo
más cercano. O, también, esa idea equivocada de que la gente no tiene que escuchar tus problemas. No. Si me importas estoy dispuesto a escucharte, a tomarme
algo contigo con el objetivo de ayudarte. Cuéntame qué te pasa y dime si de
verdad estás bien.
Pero no siempre estamos bien cuando
decimos que estamos bien.
En este país existe una costumbre
destacada: hablar sin saber. Pero, ¿de qué? De todo. Da igual que no conozcas
el tema o a la persona, hablas. Soy crítico con algo que yo hago, quizá por costumbre,
quizá por una falta de reflexión interna. No lo sé, pero lo hago. También
escucho con cierta insistencia la frase “gracias a Dios”. Lo respeto, pero no
lo entiendo. Hay personas que repiten una y otra vez esta frase, sin importar cuál sea el contexto. Todo viene provocado por la religión, que ha impuesto como tradición una frase cada vez menos pronunciada por los jóvenes.
Una de las peores costumbres que existen
es la de aludir a la suerte para todo. Suerte por ganar un partido en el
descuento, suerte para un examen para el que has estudiado (o bueno, igual no),
suerte para una entrevista de trabajo o suerte, también, para ligar. Por algo
la suerte es la excusa perfecta de los perdedores. La suerte importa, sí, e
influye, pero no es lo más importante en la vida. No hay que desear suerte para
todo como si fuera una especie de obligación que te haga quedar bien con la
otra persona.
La vida no se justifica con la
suerte.
Sí se puede aludir a ella en los
juegos de azar. En una partida de cartas, al dominó o a cualquier juego que
haga menos ruido que el bingo. Ahí sí que influye la suerte. Pero no es
decisiva en un partido de fútbol, en una carrera de automovilismo o en una
entrevista de trabajo. Te cogerán o no por tus méritos, no por la suerte. Si
una persona demuestra que es mejor que otra será elegida para un puesto por la
justicia, no por la suerte. Y por eso es mejor decir “que vaya bien”, “éxito” o
“justicia” antes que desear suerte.
La suerte es esa excusa que queda
bien en cualquier historia. Incluso en el currículum.
Hace años (muchos, creo) tenía la
costumbre de pedir a personas que conocía su Tuenti o, años más tarde, su
Twitter. Descartado Instagram, ahora hago lo mismo con LinkedIn. El problema de
madurar, quizá. Pero hay otras costumbres que vienen impuestas por el tiempo,
como dejar propina cuando vas a comer o quitarse años cuando ya tienes una
cierta edad. Esa manera habitual de actuar, de comportarnos, de vivir, hace que
nuestro día a día esté repleto de costumbres. Algunas nos acompañarán siempre,
pero otras se quedarán en el quiosco junto al periódico de mi abuelo. Y
recuperarlas será complicado.
La vida se hace de costumbres.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Estás en tu derecho de dejar tu comentario.