Incertidumbre: Expectativas
Cuando llego a la cocina el reloj del horno todavía no ha marcado las 7. Protegido por el gen perezoso que convive conmigo desde hace meses, es el único reloj de mi casa que mantiene la imaginación en el horario de invierno. A veces cuesta saber qué hora es. El otro día me desperté a las cuatro de la mañana y el horno seguía en Canarias. Una pequeña alegría compensada con una hora menos de sueño. No puedo decir cuándo volverá a ser un reloj normal. Quizá cuando entienda por qué en España compartimos horario con Polonia desde la Segunda Guerra Mundial.
Una hora más, una hora menos.
Amanece y anochece más tarde, algo que gusta y disgusta a partes iguales. Es
imposible encontrar el consenso. Pasa lo mismo con el melón y la sandía o la
elección entre ser de ciencias o ser de letras. Recuerdo que, cuando me tocó
escoger, era más proclive a las matemáticas y a la biología. Hasta que un amigo
mío, ahora conocido, me dijo que si estaba seguro. Expuso algo así como “si se
te dan mal las asignaturas de ciencias y te gusta el periodismo, ¿por qué vas a
meterte a ciencias? Tenía razón. Al día siguiente, ya era fiel a las letras.
Vivimos en un momento en el
que nuestras opciones han quedado reducidas a quedarnos en casa o a no salir de
ella. Ya no hay proyectos ni vacaciones, solo incertidumbre. Las expectativas,
aliadas desleales de nuestra vida, aguardan con paciencia una ocasión para
salir del cajón. Han quedado reducidas a una fecha, a ese día en el que
volveremos a pisar la calle acabado el estado de alarma. Algunos, fieles
optimistas sin sentimientos, ilusionan a diario a la población aportando fechas
imposibles. Saben que nadie vendrá en unos meses a pedirles explicaciones.
No sé convivir con las
expectativas. Me ilusiono con facilidad en cualquier situación. Me pasó cuando
empecé la carrera, me pasa cuando salgo de fiesta y hasta cuando viajo. Da
igual. Caigo una y otra vez en el error de pensar que todo irá como imagina mi
mente, pero no tardo en darme cuenta de que he elevado demasiado el listón. La
esperanza, esa palabra que comparte algo más que varias letras con expectativa,
me domina sin motivo. Pero también existe la otra cara de la moneda. A veces la
realidad supera sin problemas a ese mundo que he creado.
La moda lleva estos días a
reflexionar sobre lo que pasará después de la pandemia, sobre todo con un
entusiasmo improvisado. O no, y expresar que nada cambiará. El otro día leía a
Javier Sampedro en una columna titulada ‘Contra el optimismo’. Leamos. “La gente se olvidará del coronavirus, los
daños económicos acabarán asumidos por las clases bajas y medias, la ciencia
volverá a no importarle a nadie y la desigualdad intolerable seguirá medrando
en unos sistemas económicos que ya estaban al límite de la maldad psicopática”.
Lo define de una forma exquisita.
Cuando percibo ese falso
optimismo pienso en la costumbre del aplauso, esa que se perderá con el regreso
a la normalidad. Ya no habrá, dirán, héroes a los que aclamar ni resistirés que valgan. Pero habrá
millones de personas en una situación delicada, contratos precarios, puertas
giratorias, recortes en esa sanidad pública que ahora adoramos, corrupción,
altos niveles de paro y una desigualdad ampliada por otra dura crisis. Miles de
problemas por los que merece la pena cambiar los aplausos por las protestas
para así denunciar las injusticias.
Este texto pertenece a Incertidumbre, una sección creada por
el retiro vital que ha provocado la pandemia del coronavirus. Cuenta con una
reflexión semanal centrada en la extraña situación en la que
nos encontramos. Puedes leer el resto de entregas en los enlaces que aparecen
aquí debajo.
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