Incertidumbre: Paseo
El colegio aguarda en
silencio la llegada de sus habitantes. Las ruidosas clases y el patio
abarrotado han dejado paso a instalaciones vacías, sin vida ni educación que
aprender. La tranquilidad antaño presente en verano ha extendido sus
redes a la extraña primavera. Nadie puede marcar gol, nadie puede cargar con su
mochila. La puerta amarilla, esa en la que antes esperaban entre risas padres y
abuelos, ahora es una calle solo alterada por el escaso trasiego de personas.
Todos, grandes y pequeños, echan de menos ahora esas cuatro paredes repletas de
sueños.
Luce el sol sin la compañía
de las nubes. Dentro de varios meses, en el ascensor ya no se hablará del
tiempo. Aparecerán nuevos temas como ese deseado “cuánto tiempo, vecino”, la
mención al coronavirus y la pregunta obligada de cómo va todo. Preguntas que,
en algunos casos, se saldrán de la costumbre de responder “bien” para contar
algo que los aplausos no dicen. Recuerdos que nos acompañarán como un apartado
más de nuestro currículum, ahora ampliado con la palabra confinado.
Dice la Real Academia
Española que pasear es “ir andando
con distracción o por ejercicio”. Pasear sin prisa, pasear sin objetivos,
pasear porque te apetece. Pasear para despejarte después de un día para olvidar
o para ir a por el pan para probar el cuscurro caliente. Pasear antes de ir a
comer con la esperanza de que quede lo que más te gusta del menú. Pasear es,
con todo, una de esas palabras que transmiten buenas sensaciones, como cuando
escuchas vacaciones o ron con Coca-Cola.
Antes de decretarse el estado
de alarma, mi abuelo bajaba a pasear todas las mañanas. Sin madrugar en exceso,
aprovechaba la caminata para comprar el pan, algo de fruta o verdura, lo que
tocase. Hora y media de viaje sin intermediarios, regreso a casa y hasta
mañana. Por contra, yo nunca he tenido la costumbre de pasear. He sido un
animal más casero que callejero. Más allá de la playa, ese lugar que te invita
a caminar por la orilla, rara vez he bajado por apetencia a caminar. Quizá sea
la edad, quizá sean las prioridades. Cada uno tendrá las suyas.
Pienso en los miles de niños
que saldrán mañana a pasear. Con su bicicleta, su balón desgastado y su ilusión
por recuperar el protagonismo en las calles. Ganas de correr, ganas de saltar,
ganas de ser libres. Niños equipados con sus guantes y su mascarilla.
Acompañados por su miedo interno disimulado por su segunda primera vez. Con
ganas de comerse el mundo sin olvidarse de lavarse las manos. Con el deseo de
acabar de un manotazo con el cierre de parques y jardines. Con ganas de subir
al columpio, jugar con sus amigos, disfrutar manchados de arena.
Con el anhelo de creer que
todo es un sueño y que han reconquistado su vida.
El día que pisemos la calle
sin la preocupación que nos acompaña queda todavía lejano. El descuidado reloj
de arena se ha estancado y, lentamente, deja pasar cada grano como si de un
control policial se tratase. En el calendario no aparece la fecha de la
victoria. El momento en el que pasearemos juntos, sin el pesado y conocido metro y medio de distancia ni las
protecciones de astronauta. Sin cocodrilos que nos asusten ni la inquietud de
saber si volveremos a casa acompañados por un inquilino indeseado.
Pasear con nuestras familias, escoltados por una sonrisa infinita y una sensación de
tranquilidad. Pasear con mi abuelo para ir a por el pan sin miedo a que un
virus nos robe las costumbres que tanto echamos de menos.
Este texto pertenece a Incertidumbre, una sección creada por
el retiro vital que ha provocado la pandemia del coronavirus. Cuenta con una
reflexión semanal centrada en la extraña situación en la que
nos encontramos. Puedes leer el resto de entregas en los enlaces que aparecen
aquí debajo.
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