Incertidumbre: Carrera
Abro los ojos mientras
empieza a amanecer. Las calles, desiertas, esperan a sus primeros turistas.
Ahora viajamos con mascarilla pero sin maleta. Ni sueños, ni ilusión. Puro
temor, recelo e incertidumbre. Sopla un aire agradable mientras el calor
aguarda agazapado su hora. Hemos cambiado el paraguas por la sombrilla sin
hueco en la arena. El mes de mayo ya forma parte del pasado y no sé explicaros
por qué. Quizá porque el tiempo pasa demasiado rápido. Con prisa pero sin
pausa.
Todo pasa tan rápido que no
nos atrevemos ni a disfrutar del tiempo.
Ahora toca huir del sol y
buscar la sombra. Dejar la chaqueta en casa y apostar por la camiseta de manga
corta. Con chanclas y sin calcetines. Una barbacoa y una sopa de fideos. Soy de
los que añoran el calor en invierno y de los que echan de menos pasar frío en
verano. Una incoherencia más que añadir a un mundo repleto de ellas. Brindo por
un mundo en una primavera constante, por convertir Madrid en Canarias y cambiar
los añorados atascos por tranquilas playas de arena.
Brindo con agua antes que con
champán o cerveza.
Junio parece ahora un mes de
septiembre camuflado. El mes del final de las clases o del fútbol es ahora su
mes de regreso. Esa segunda primera vez que diría Juan Tallón. Una reanudación
de la vida a la carrera como si el mes que viene se acabara el mundo. Nuestro
2020 es el 2012 de los mayas. Sin
terremotos ni tsunamis, pero rodeados de odio. Con la necesidad innecesaria de
demostrar todo lo que hacemos con una foto. Con la misma prisa de la que antes
renegábamos. Con el caballo al galope en vez de al trote en una batalla
constante pero imposible contra el reloj.
Mi vida no se entiende sin
las carreras. Pasé varios veranos de mi infancia creando carreras improvisadas
con tazos de Pokemón. Informales pero serias. Estropeaba la siesta de mi abuelo
cuando no veía el Tour de Francia y le escondía las zapatillas para despejar la
línea de meta. Cuando tenía seis o siete años nos enganchamos a la Fórmula 1
para ver ganar a Fernando Alonso. Victorias, pajaritos y alegrías que apenas
recuerdo. Debería estar prohibido olvidar los momentos felices que vivimos en
nuestra niñez. En compañía o con nuestros ahora olvidados juguetes.
Con nuestra tierna inocencia.
Vivo, o vivía, en una carrera
constante. Recuerdo caminar con excesiva prisa a todas partes, sobre todo para
no llegar tarde allá donde hubiera quedado. Lo llamo andar rápido, y he de
reconocer que me encanta. Aprovecho cada zancada y hago de un simple paseo a
trabajar o a la universidad una carrera. Me lo paso bien, pero reconozco que en
ocasiones excedo la normalidad. Necesito más paciencia. Más temple y menos
prisa. Más disfrutar de la vida y menos vivirla como una carrera.
Percibo la existencia de una
carrera comprensible hacia la insólita normalidad. Prisa para pasar de fase,
prisa para reabrir la terraza, prisa para recuperar costumbres. Prisa para
todo. Me recuerda a aquellos que están en segundo de carrera y quieren
graduarse al mes siguiente. La misma prisa, comparable con la carrera espacial,
ocurre con la deseada vacuna. Los expertos insisten en que tardará como mínimo
un año, pero los medios de comunicación ilusionan con cada mínimo avance. Un
extraño e innecesario optimismo en unos tiempos donde el final no puede ser
feliz.
La vida no es una carrera. La
vida es una sucesión imprevisible de momentos. Guardar los recuerdos o dejarlos
marchar. Guardar la partida y continuar cuando seamos felices. Aquí o en el
espacio. Con mascarilla o con un abrazo eterno.
Este texto pertenece a Incertidumbre, una sección creada por
el retiro vital que ha provocado la pandemia del coronavirus. Cuenta con una
reflexión semanal centrada en la extraña situación en la que
nos encontramos. Puedes leer el resto de entregas en los enlaces que aparecen
aquí debajo.
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